Tiempos desmemoriales

Calle Mayor, Reinosa

A 200 metros de “la General” se escucha ya el sonido de la madera al golpear el asfalto; entre pitos y panderetas, los campurrianos y las campurrianas desfilan calle abajo con las mejores galas de sus antepasados. Al girar la esquina de piedra, se cierra un círculo sagrado – una estela cántabra, quizás – y todo parece volver al principio – o al final-.

En la Calle Mayor, un niño subido a hombros de su padre observa con curiosidad la cabalgata de personajes recién llegados de otro tiempo. Las copas de los árboles le tapan la vista de vez en cuando. Las gotas del sereno sobre las hojas van perdiendo su forma con el calor del sol de mediodía y se evaporan hacia el cielo. Vuelven a su lugar.

Si se busca bien entre las galerías pobladas de los últimos geranios del verano, se puede encontrar tocando al rabelista en el tejado. Las albarcas de haya, que cogen aire en cada paso antes de chocar contra el suelo, le hacen los agudos “clac, clac, clac, clac”. Han pasado la noche a remojo para evitar quebrantos de orujo.

Una mozuca bien vestida, con su pañuelo bordado sobre la cabeza y la falda de paño, detiene su marcha y levanta la mirada hacia las montañas metalizadas y verdes. Firme, se deja abrazar por el viento del norte, que anuncia nevadas prematuras. En su cara se dibuja media sonrisa de raposa; los labios cortados por la helada. Reanuda el paso con orgullo y, decidida, atraviesa el Puente de Carlos III. El monarca, como tantos otros mortales, quiso sustituir a los dioses naturales. Intentó ganarse el favor de los campurrianos uniendo la villa, que antes eran dos mitades. Creyó innovar plantando Reinosa en su Camino Real, un camino ya existente que siempre unió la meseta con el mar.

A la altura de la plaza, las sombras del otoño bailan entre los soportales de piedra. En las noches de nevada a la luz naranja de las farolas, la arcada impasible acompaña el paseo de los taciturnos. Ni siquiera el roce de los tanquetas, que una primavera irrumpieron en el valle, consiguió hacer tambalear sus pilares.

Al final de la calle – y de la fiesta-, el sol se esconde entre las aguas del pantano. Un viejuco llena un botijo en la Fuente de la Aurora. El agua de deshielo que sale del caño roza sus manos encalladas. En el cuello arrugado y curtido lleva colgada la roseta de un cuerno de venado. En el colgante tallado se puede entrever el símbolo de la luna celta. Después de intentar recoger el agua se sienta a descansar en un banco cercano.

  • ¡Señor Mateo! Llevamos buscándole toda la tarde. ¿Qué hace? ¡Parece un tejo ahí plantado! -.

El hombre que le grita cruza la carretera y va a reunirse con su paisano. Pero hace tiempo que Mateo ha olvidado su nombre y que, como el árbol divino de la vida y la muerte que ayudó a los celtas a engañar a su suerte, es testigo de la eternidad entre el aquí y el allá.

Un paseo de Lucía Olivera.

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