Plaza Alta

Plaza Alta, Badajoz

La conocí con trece años. Mis padres no me dejaron hacerlo antes. Era peligroso, decían. Por aquello de la droga y las navajas. Me lo repitieron tanto que, al final, casi se me olvidó que la Plaza Alta de Badajoz, a solo diez minutos de mi casa, era zona prohibida.

Mi amigo Álvaro me insistió en que teníamos que ir. Hacía años que el Ayuntamiento estaba recuperando el Casco Antiguo y a alguna mente pensante se le ocurrió que esa plaza tenía que ser el emblema. Me sentí bastante estúpido al descubrir aquel tesoro ignorado del que ahora no puedo evitar presumir.

Durante la segunda mitad del siglo pasado se convirtió en una de las zonas más deprimidas de la ciudad. Trasladaron el edificio del mercado al Campus Universitario y la plaza quedó en medio de un barrio del que habían huido las clases medias, dejando a los que quedaron allí a merced de la droga que durante los 70 y los 80 campó a sus anchas por tantos barrios de España.

Ahora, cada vez que paso por allí con mi tío, que ya apunta a los 65, me recuerda que nació junto al Arco del Peso. Gitanos y no gitanos salían adelante tirando de trabajo y de picaresca, cuenta rememorando una niñez en la que aprendió primero a hacer negocios y después las tablas de multiplicar.

Junto al mismo arco se rasgan las guitarras. En la terraza de un bar, el flamenco se apodera de la noche y reclama lo que es suyo. La Plaza Alta, La Meca del flamenco en Badajoz, es su territorio.

El obispo Martín de Rodezno, que ordenó la transformación de la plaza a finales del siglo XVII, observa atentamente el cielo desde el otro lado de la calle. A pocos metros del busto, un edificio blanco llama la atención. Desentona por ser el único que no está rehabilitado. Cada vez que paso por allí miro de reojo al obispo, no vaya a ser que esté pidiéndole al cielo que arreglen el edificio y lo conviertan por fin en un hotel que termine de lustrar la plaza.

Avanzo unos pocos metros y me siento en La Casona, que tiene la terraza plagada de veladores en los que se sientan turistas con sombrero y pacenses con abanico. Es la hora de la cena y el camarero lleva un secreto ibérico que pasea ante mis narices para acabar dejándolo en la mesa de al lado. Al menos me llevo el olor de la brasa antes de dar un respingo en la silla.

Las casas colorás, la joya de la plaza, empiezan a bailar con un espectáculo de luces. La Plaza Alta se ilumina y por unos altavoces que busco y no encuentro suena Entre dos aguas. Sonrío pensando que pronto llegará la medianoche, alguien sacará la guitarra y el flamenco volverá a sonar.

Un paseo de Miguel Veríssimo.

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