La plaza de Carlos y María

Plaza de San Pablo, Valladolid

Igual estaba mejor adoquinada cuando el joven Carlos puso por primera vez sus pies en la ciudad. Engalanados, rociados con sus mejores perfumes y agolpados por toda la plaza, los habitantes de aquel Valladolid del siglo XVI no querían perderse el primer paseo del monarca extranjero que se convertiría en su líder. Hay cosas que, a pesar del paso de los siglos, nunca cambian.

Desde su caballo, el joven Carlos observaba a sus súbditos sin casi comprender los vítores que le lanzaban en un idioma que aún no controlaba, pero que sería vital para gobernar aquel imperio que le fue legado. Sus ojos, en posición privilegiada al encontrarse encima de un caballo, chocaban con el edificio que más tarde se convertiría en su Palacio Real. Esa sería su casa durante las visitas que realizaría a la ciudad.

El palacio es sobrio y puede pasar desapercibido cuando uno camina por la acera derecha de la Plaza de San Pablo. Siempre que no sea, claro está, cuando se activa el toque de trompeta militar desde el palacio, ahora sede del Ejército de Tierra. Vaya donde vaya y viva donde viva, María es capaz de reproducir la música de esa trompeta, incluso más de diez años después de poner fin a sus días de colegio a principios del siglo XXI.

Si algo tienen en común Carlos y María, además de su juventud, es su cariño a la plaza del Palacio. Un hogar para el primero, un paseo diario de los años más felices para la segunda.

El palacio se erige enfrente de la Iglesia de San Pablo. Ésta se levanta sobre unos adoquines con más historia que muchos reyes. Los destrozos que sobre ellos causaban los vallisoletanos del siglo XVI hoy los provocan las decenas de turistas que se apostan en uno u otro lugar de la plaza para lograr la mejor fotografía del monumento. Siempre que pasa y los ve, María sonríe porque sabe que es imposible si uno no cruza hasta el Palacio Real.

María, que tiene medio corazón en Valladolid, ha pisado miles de veces aquellos adoquines. Volviendo del colegio, pasando su primera borrachera, quedando con sus amigas en cada Nochevieja o regresando de la facultad.

Cada vez que lo hace no puede evitar imaginarse recuerdos de cuando quien marcaba el paso era Carlos I. O su hijo Felipe II, él sí vallisoletano, que nació en el Palacio de Pimentel, el otro gran monumento de la plaza. En las paredes de su entrada, ahora sede de la Diputación de Valladolid, los azulejos cuentan  los acontecimientos más relevantes de la historia de la ciudad, como el incendio que asoló Valladolid a mediados del siglo XVI.

La plaza de San Pablo es como los habitantes de la ciudad. Sobria, sin mucho jolgorio, pero un verdadero descubrimiento cuando uno se asoma y la contempla. Cada uno de sus rincones está lleno de historia y de las historias que la han tenido como escenario durante sus siglos de existencia. Por ello, forma parte de la historia de mucha gente, tan importante como Carlos o tan corriente como María.

Un paseo de Elena Lozano.

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